Ver Apaches, la serie de Daniel Calparsoro, ha sido algo más que asomarme a una historia ambientada en el barrio madrileño de Tetuán. Ha sido una experiencia de memoria y, sobre todo, una reflexión social que la serie Apaches despierta sobre los barrios obreros, los vínculos y la identidad colectiva. Esta reflexión social a partir de la serie Apaches no nace de la ficción en sí, sino de la memoria y las preguntas que despierta en quien la mira.
Porque ese barrio obrero de Madrid de finales de los años 70 y 80 podría ser también Barcelona, Bilbao o tantas otras urbes industriales que marcaron a toda una generación. Barrios construidos desde el trabajo, la convivencia y una forma de estar juntos que hoy resulta casi extraña.
Muchos de nosotros hemos nacido en la ciudad. Hemos crecido entre bloques de pisos, calles llenas de vida, comercios de barrio y relaciones que no necesitaban ser explicadas para existir. Y al mirar atrás, no solo vemos un paisaje urbano distinto, sino un tejido social profundamente transformado. Un cambio que, como todo proceso histórico, ha traído avances indiscutibles… pero también pérdidas silenciosas.
No se trata solo de nostalgia. Se trata de darnos cuenta de que algo esencial se ha ido diluyendo sin que apenas lo hayamos nombrado.
Había algo en aquellos barrios que hoy cuesta encontrar: la solidaridad vecinal como forma natural de vida. En zonas muy golpeadas por la reconversión industrial de la segunda mitad de los años 80, muchas familias atravesaron momentos durísimos. Sin embargo, a menudo no les faltó lo básico. No porque sobrara, sino porque los vecinos llevaban comida sin hacer ruido, con una discreción que protegía la dignidad. No lo llamábamos red de apoyo, pero lo era.
Crecimos entendiendo que ayudar no convertía al otro en deudor, y que la necesidad no era motivo de vergüenza. Eran códigos no escritos, transmitidos más por el ejemplo que por el discurso.
La Navidad tampoco era un escaparate ni un calendario social saturado. Era una excepción en el año. Un tiempo esperado durante meses, en el que la mesa se llenaba de manjares que no aparecían el resto del tiempo y en el que la familia y los amigos se reunían sin agendas ni prisas impostadas. Los Reyes Magos sostenían la magia durante todo el año. Aquella espera larga, paciente, cargada de esperanza, enseñaba más sobre el deseo y la ilusión que muchas pedagogías posteriores.
Los valores no se explicaban: se vivían. Pasaban de abuelos a nietos de forma práctica, cotidiana, a través de la convivencia. Disfrutábamos de su compañía sin la sensación constante de llegar tarde a todo. El tiempo no era un enemigo al que hubiera que vencer.
Y el verano era otra cosa. No una prolongación del estrés con aire acondicionado, sino un verdadero paréntesis. La ciudad se vaciaba, el ritmo cambiaba y las familias podían permitirse algo hoy casi revolucionario: descansar de verdad. Estar. Compartir.
Conviene decirlo con claridad: no todo tiempo pasado fue mejor. Aquella época tuvo límites evidentes, desigualdades profundas y carencias que no deben romantizarse. Yo misma, como mujer profesional, he podido acceder a una vida que mi abuela ni siquiera hubiera imaginado: autonomía, elección, voz propia, derechos. Avances imprescindibles y no negociables.
Pero aun así, algo se ha roto.
No en las ciudades, sino en los vínculos. No en el progreso, sino en la forma de mirarnos.
Hemos ganado libertad, velocidad y opciones. Pero también hemos aprendido a vivir más solos, a pedir menos ayuda y a llamar independencia a lo que, en ocasiones, es pura desconexión. Hemos sustituido la comunidad por la autosuficiencia y el silencio compartido por el ruido constante.
Quizá el problema no sea que el mundo haya cambiado, sino que hemos dejado de sentirnos responsables los unos de los otros.
Apaches no idealiza una época ni convierte el pasado en refugio. Nos coloca frente a una pregunta incómoda y profundamente actual: ¿quién cuida hoy de quién cuando nadie está obligado a hacerlo?
Y tal vez ahí —no en el pasado, sino en esa pregunta— esté el verdadero reto de nuestro presente.